(Por Daniel Alejandro Gómez)
En primer lugar, hemos de decir que gran parte del arte moderno, o sea del arte contemporáneo o de la vanguardia, posee una elaboración, desde principios de siglo XX o finales del XIX, más conceptual y de mensaje antes que formal ante la tradición prevanguardista. Pero la música específicamente, en su condición tan formal, tuvo un debate y elaboración más formal que las otras artes; aunque, no obstante, los conceptos también hicieron su entrada en la música llamada culta del siglo XX, conceptos y mensajes que, por ejemplo en su iconoclasia formal del silencio Zen, tuvo un gran hito en John Cage.
Las nuevas ideas en mayor o menor medida más divulgadas que antes, o la novedosa recepción de ideas anteriores para un nuevo público cultural que sería el encargado de decidir sobre el contratradicionalismo de la música y del arte de principios del siglo XX, crearon un debate sobre las ideas del arte musical; sobre las ideas no solamente respecto a la música, sino también sobre las ideas provenientes y sugeridas respecto a la obra musical ya terminada y recibida por un público: la idea del público respecto a la música, su intención de oyente en referencia a la obra y su relación respecto a la intención del autor musical. La música, en fin, cuyas nuevas ideas también buscaban a un nuevo público.
La música de Cage, en fin, cuyo conceptualismo iconoclasta, silencioso, sin forma sonora superficialmente audible muchas veces, se permitió la mayor libertad no convencional y de azar, y, al mismo tiempo, un secreto influjo innegable: el azar en la composición, sí, pero también el subrepticio orden del azar respecto a la recepción: el hecho de que cada orden dispuesto por un receptor era válido, dentro de la no intencionalidad creativa de Cage, incluso dentro de lo que podríamos llamar-en un ámbito de definición esencialista- como la no música de Cage, su decantación por el sonido o el ruido no musical, un hecho más de la elección, de la ordenación disponible, seleccionable, que tenía y tiene el público de John Cage.
Schoenberg fue heredero de esa puesta en juicio de fines del XIX de las ideas musicales; de todo ese postromanticismo donde se olía, por ejemplo, la cromaticidad de Wagner o el impresionismo de Debussy. Y Schoenberg, claro, fue uno de los maestros de John Cage; él fue el detonante emblemático de las vanguardias musicales, que, cada vez con un mayor avance sistemático en su arquitectura formal, fueron de la simple negación hacia lo romántico, como el atonalismo, a verdaderas, aunque no muy populares, apuestas estéticas: y una de ellas el aleatorialismo de John Cage, el autor que nos ocupa. Una apuesta estética, venida de toda esa reformulación formal, que haría gran hincapié en la semántica, en la interpretación del oyente, en las sugerencias del Zen.
Cage tomaría las formas de la música para crear, para incidir también en la semántica, en el mensaje
La música, como arte, sobre todo en la faz instrumental eminentemente formal, pudo hacer toda esa renovación estética veintentista mediante la forma misma, a diferencia del renovado mensaje existencial, social, cultural o filosófico en las artes plásticas; el material sonoro era re-formado, por ejemplo, por Schoenberg y su atonalismo o el más sistemático dodecafonismo. Sin embargo, Cage tomaría las formas de la música para crear, para incidir también en la semántica, en el mensaje: un nuevo mensaje estético e incluso cultural, filosófico; y, acaso, ritual si pensamos en esa filia con el budismo Zen. Un mensaje filosófico-espiritual más alejado de las posibles semánticas subyacentes de la tradición; por ejemplo en la querencia político-masónica de La flauta mágica de Mozart.
Cage, como toda la vanguardia, necesitaba un nuevo público; pero mientras las otras vanguardias dependían, en el logro no tanto de sus fines comerciales o incluso comunicativos sino de sus fines estéticos, de si sus creaciones eran correctamente recibidas teniendo en cuenta la intención autoral, el músico estadounidense logró inevitablemente, de una u otra manera, su acierto en la creación de su propio público, en el logro relacionado con la recepción desde su no intención creativa: cualquiera fuera la recepción del público, incluso en los silencios, era un público de Cage, no un público que escuchaba la obra de Cage. Cage delegaba, en cierto sentido, la creación en el público. Pues Cage mismo era-y sigue siendo-su propio público.
John Cage, en efecto, prescindió del orden intencional conciente del autor y también prescindió, en el silencio, de la forma; y ese silencio formal era también, sin embargo, mensaje: era, valga la superficial paradoja, un silencio semántico. Un silencio de mensaje escogido, en la no intencionalidad del autor, por cada intención del oyente; intención individual igualmente válida, igualmente digna, en cada caso, de ser un público de Cage, según la intención aleatoria de Cage. Pues, y haciendo un juego de palabras con sentido, la intención no intencional de Cage, el azar creativo del autor estadounidense, era que el oyente eligiera y él mismo ordenara desde ese silencio- o ese sonido que rodeaba muchas veces a su música- fuera cuál fuere su elección. Así que, dentro de la no intención de Cage, podríamos decir que su intención era esa no intención misma: esa aleatoriedad, ese orden secreto y subyacente que hacía de cada oyente una creación de Cage y un creador de Cage al mismo tiempo.
John Cage llevaría, en cierto sentido y como lectura posible de su obra, el concepto a sus más altas cotas
El arte tan intelectualizado en la vanguardia, pensemos en la fría abstracción de la dodecafonía schoenberguiana, fue posibilitado por la mayor difusión cultural y consiguiente debate, como el estético-musical, en los países europeos y Estados Unidos como dijimos; así, la música se convirtió en un concepto no tan uniforme- si llegamos a la conclusión de que todo arte y toda música han de tener un mensaje y concepto intencional o no-, como por ejemplo en el clasicismo. En efecto, la vanguardia tenía, además de la hipertrofia del concepto formal del autor, una dificultosa polisemia en la recepción, en virtud de la complejidad e incluso, en gran parte, ininteligibilidad de la obra musical contemporánea.
John Cage llevaría, en cierto sentido y como lectura posible de su obra, el concepto a sus más altas cotas, superando los diversos sentidos plausibles, polisémicos, de otros autores por la posibilidad del orden receptivo de la creación no intencional, la experiencia de crear y de ser creado por un oyente.
John Cage, con su actitud filosófica, tenía una posibilidad receptiva no solamente formal en virtud de las características mismas de la música, sino también notoriamente semántica. La re-forma, yendo nuevamente al plano de la puesta en juicio de las formas, vale tanto para las formas lineales y cromáticas de la pintura, el arte vanguardista por excelencia, como para el material sonoro de la música… Pero las búsquedas de nuevas formas sonoras, desde Schoenberg o los tanteos impresionistas y el cromatismo wagneriano de fines del XIX, también se imbrican con el mensaje: el nuevo mensaje, ese mensaje de debate, de ideas bullentes, yuxtapuestas, tan ricas como contradictorias, que requerían nuevos públicos. El mensaje de Cage, por ejemplo; desde la ruptura, iconoclasia o reelaboración de la forma.
Sin embargo, en la música sobre todo instrumental- al ser, quizá, la menos conceptual de las artes, al ser la menos semántica-, fue difícil esa reforma del intelecto; y al público musical, acostumbrado incluso hoy día a la tradición formal, le fue difícil digerir la nueva forma, pese a que la búsqueda de nuevos públicos, con toda la contradicción polisémica de cada mensaje vanguardista, continúa hoy día. Pero, y gustos personales aparte, indudablemente John Cage fue un eficaz incitador de públicos vanguardistas o aleatorios, y su obra permitía lograr su propio público, su obra permitía una polisemia correcta: cualquier cosa que el público del músico interpretara, era correcta, era válida en la estética musical de Cage. La intención del oyente era el orden en el azar compositivo del autor.
En gran parte, el público de la música contemporánea no se puede tratar como una demanda; más bien podríamos decir que los músicos vanguardistas ofertaban un tipo de público: querían-y quieren- crear nuevas formas no solamente de componer y ejecutar, sino también de escuchar, y de juzgar lo que se escucha. Y en ello se halla la bipolaridad creación-recepción: las relaciones entre la creación del autor y la recepción del público-y las intenciones de dicha comunicación, logradas o no- son poliformes, asaz democráticas dentro del conceptualismo, del intelectualismo de la vanguardia. La forma, pues, es asaz intelectual, y la nueva música, con sus nuevas formas, devendría en esa intelectualidad o, muchas veces, en ese intelectualismo. Pero no solamente un intelectualismo de la forma, esa arquitectura formal de la que hablábamos, sino también intelectualismo del mensaje. Un mensaje que en John Cage tendría una iconoclasia sonora. Una forma sin forma: el silencio como un método destacado en la música.
Más allá del típico mensaje puramente estético, religioso o, ya más avezadamente, social del arte, podemos hablar respecto a John Cage de un mensaje filosófico; y de un mensaje filosófico, o también ritual y religioso, que ya en su época resultaba transgresoramente no eurocéntrico: el budismo Zen de Cage, fuente de una semántica filosófica sobre la música del controvertido músico estadounidense.
En el debate artístico entre la creación y la recepción, John Cage puede ser visto como una eficaz creación receptivista, que incluía ese orden secreto de recepción no solamente formal, sino también de mensaje. Creación para una creación de recepción, con el azar que se imponía bajo el orden receptivo-creativo. El orden y los criterios estéticos en la vanguardia, en lugar de estar en complejas sofisterías intelectuales del productor del material sonoro, se dejaban al imperio del público de Cage: ese público que, al fin y al cabo podría pensar alguien, si no gustaba de Cage no gustaba de sí mismo, de su propia elección.
Dentro de las complejas y complicadas filosofías o estéticas que proponían muchos vanguardistas- del gran material interpretable, pero dirigido por una intención sobreabundante en conceptualidad-, Cage era un conceptualista abstracto a más no poder, pero al mismo tiempo más eficaz. En efecto, John Cage creó a su propio público; y cada recepción, cada individuo que escucha a John Cage es una obra misma de John Cage, más válida, dentro de la misma intención aleatoria y de acendrada democracia receptiva, que los públicos y recepciones por otros compositores sugeridos, sí… Aunque no ordenados, no disciplinados en cierto sentido, como en el caso de los oyentes atentos de John Cage.
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